Hasta que la muerte nos separe

Las lágrimas comenzaron a subir presurosas hacia mis ojos justo antes de escuchar el fatal pitido del monitor cardiaco. Entre un tumulto vertiginoso de médicos, enfermeras y asistentes estaba el cuerpo agonizante de mi abuela. “Estamos en una urgencia. ¡Muévase!”, me gritó una tens que trataba de apartarme del lugar. Me acerqué lo más rápido que pude ¿Qué pasa? ¿Por qué todos corren? Pensé mientras escuchaba en el altavoz que decían en forma urgente y persistente “Código azul, cama 7”.

 

Mi Oma poco a poco fue cayendo en un sueño tan profundo, que sus latidos empezaron a hacerse más y más pausados.

—No se preocupe. Ella está bien. Sus signos vitales son estables. Solamente está confundida y alterada por la noticia que acaba de escuchar —, me explicó la enfermera en la sala de espera.

—Estaban casados hace 60 años. No sé si ella va a poder soportar esto. Quizás no le deberíamos haber dicho aún —, susurré completamente acongojado por la situación.

 

Acababa de llegar de ir a buscar un café dulce que me ayudara a reponerme de este momento tan amargo. Le dieron un suave sedante que la ayudara a relajarse y descansar. El sollozo de mi Oma era cada vez más intenso. La vi tan frágil que llamé a una enfermera para que me ayudara a llevarla a su habitación. Parecía una niñita a la que le hubiesen dado un buen castigo. Lloraba desconsoladamente. Temí que se fuera a infartar ella también con la terrible noticia que le acababa de dar.

 

—Oma, su infarto fue agudo y, aunque lo lograron mantener con masajes cardiacos durante el traslado en la ambulancia, al llegar su corazón no pudo más y, lamentablemente, falleció —, le conté en un hilo de voz. Habían pasado solo dos días desde la muerte de mi abuelo. Yo lo quería como un padre, así es que aún no lo superaba.

—Pero si yo lo vi en la ambulancia. ¡Estaba vivo!

—Tranquila Oma. Siéntate por favor. Tengo que contarte algo importante. El Opa, cuando volvió de ir a comprar y te vio inconsciente, tirada en el piso del baño, pensó que estabas muerta, y de la impresión, le dio un infarto.

Tenía sus hermosos ojos hechos una piscina a punto de desbordarse.

—¡No encuentro a tu abuelo! Me dijeron que estaba en esta habitación y aquí no hay nadie. ¡Mira! La cama está tendida como si aquí no hubiese dormido ninguna persona. ¿Por qué no me dicen dónde está? —, exclamó aturdida.

 

Intuí que sus pasos cortos y apurados la llevaron lo más rápido que pudo de la habitación 11, donde le habían dicho que estaba su esposo, a la suya.

—Deme un momento. Voy a buscar a su nieto.

—Quiero ver a mi marido, señorita. ¿Me puede llevar a su habitación, por favor? Hoy me siento bastante bien como para caminar —, le rogó a la enfermera que le había ido a controlar sus signos vitales.

 

Me contó que lo único que le preocupaba era que no había podido ver a su esposo, pero sabía que estaba a cuatro puertas de la suya. El fuerte golpe que recibió la Oma en la cabeza, al desmayarse, la había obligado a quedarse unos días hospitalizada para estar en observación, pero se estaba reponiendo con bastante rapidez.

 

Desde la habitación rodaron parsimoniosas las ruedas de la camilla hasta urgencias donde la estabilizaron. A la edad de la Oma, cualquier golpe podría traer complicaciones. Por su parte, el corazón del Opa no hizo ningún intento por volver a latir. El impacto de creer al amor de su vida muerta, el exceso de cigarrillos y una leve cardiopatía que lo acompañaba desde la juventud, fueron los responsables. Me dijeron que estuvieron intentando reanimarlo durante algunos minutos, sin ningún éxito.

 

Ambas camillas salieron velozmente de urgencias y entraron a la ambulancia, mientras los paramédicos hacían maniobras de resucitación para mantener al Opa con vida. Mientras la ambulancia corría presta hacia la casa de mis abuelos, mi Oma se despertaba confundida y desorientada. Su esposo estaba en otra camilla a su lado, siendo asistido por dos paramédicos que trabajaban afanosamente haciéndole masajes cardíacos. Lo último que recordaba era que estaba preparando las cosas para tomar el té con su marido y conmigo. “¿Qué pasó? ¿Dónde estoy? ¿Opa? ¿qué le pasa a mi esposo?”.

 

Cayó con estruendo, entre la tina y el bidet. De pronto, mi Oma se sintió mareada, comenzó a transpirar helado y vio todo borroso y amarillento. Se había ido a retocar su peinado y pintarse los labios, según me contó. Siempre había sido un poco vanidosa Salió con paso firme del baño hacia el living, retiró su disco favorito de Frank Sinatra y prendió el televisor. La hora de comer era un verdadero ritual de protocolo. A ella siempre le había gustado que todo se viera perfecto. Quitó cuidadosamente la vajilla de porcelana y los cubiertos dorados que le habían regalado para sus bodas de oro. Sacó el mantel, apagó el quemador de la cocina y le botó el agua a la tetera. Se despidió con un beso del Opa, y él volvió a sentarse frente al televisor.

 

Cuando era pequeño, había vivido durante algunos años con mis abuelos en la época que mis padres se separaron, así es que teníamos una conexión muy fuerte, y todas las semanas me hacía el tiempo para pasar a verlos y contarles cómo me estaba yendo en la universidad y escuchar por ciento cincuentava vez las historias de cuando aprendí a caminar, cuando rompí el florero de cristal de Murano de mi Oma y tantas historias más.

 

—¡Había olvidado que hoy es martes! Veré que encuentro de rico para regalonear a nuestro querubín —, exclamó con entusiasmo.

—Sí…trae pan, que a esta hora está recién salido del horno, queso y ve si hay algo más. Recuerda que hoy, como todas las semanas, viene Dieguito a tomar el té con nosotros. Aún nos queda jamón y salame.

—Voy a ir a comprar cigarrillos donde don Lalo, ¿necesitas algo, amor? —, preguntó mi Opa con el cariñoso tono con el que le solía hablar a su adorada esposa, antes de apagar el último cigarrillo que le quedaba en su cajetilla.

 

 

F I N

 

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